La posición del misionero es la más frecuente en nuestra civilización. Por eso, tiene la reputación de ser una postura sexual banal y rutinaria. Sin embargo, para muchas parejas sigue siendo una posición cómoda y dadora de sensaciones fuertes. Un preludio para la excitación o, al contrario, la última posición para abandonarse al gozo.
El origen del misionero se remonta a la colonización de América por religiosos españoles. Existen dos versiones. En la primera, los religiosos españoles recomendaban la postura del misionero a los indígenas para que dejaran de hacer el amor “como animales”. En la segunda, era la utilizada por los propios misioneros para fecundar, con la meta de cristianizar, el mayor número posible de mujeres indígenas. Sin embargo, científicamente no se ha probado la relación entre la práctica del misionero y un aumento de las fecundaciones.
En la versión clásica, la mujer se sitúa boca arriba con las piernas algo abiertas y el hombre se coloca encima de ella. El contacto visual establecido otorga la sensación de intimidad característica del misionero. Disfrutamos mientas nos miramos y descubrimos cara a cara. La comodidad que facilita deja abierta la posibilidad de tocar al compañero en las nalgas y a las mujeres en el clítoris, garantizando así un intenso orgasmo.
Es una de las posturas sexuales que más variantes tiene. La mujer puede mover las piernas para darle un toque más picante al clásico y permitir una penetración más profunda. Para los más atléticos la mujer se recuesta sobre la cama y posa uno de sus tobillos en el hombro de su pareja, doblando ligeramente la otra pierna. Él se vuelca sobre ella medio arrodillado.
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